WALTER
BENJAMÍN
DISCURSOS
INTERRUMPIDOS
“Pequeña
historia de la fotografía”
Ed. PLANETA
AGOSTINI
La niebla que cubre
los comienzos de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la que se
cierne sobre los de la imprenta; resultó más perceptible que había llegado la
hora de inventar la primera y así lo presintieron varios hombres que,
independientemente unos de otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la
«camera obscura» imágenes conocidas por lo menos desde Leonardo.
Cuando tras
aproximadamente cinco años de esfuerzos Niepce y Daguerre lo lograron a un
mismo tiempo, el Estado, al socaire (abrigo o amparo) de las dificultades de
patentización legal con las que tropezaron los inventores, se apoderó del
invento e hizo de él, previa indemnización, algo público. Se daban así las
condiciones de un desarrollo progresivamente acelerado que excluyó por mucho
tiempo toda consideración retrospectiva. Por eso ocurre que durante decenios
no se ha prestado atención alguna a las cuestiones históricas o, si se quiere,
filosóficas que plantean el auge y la decadencia de la fotografía. Y si empiezan
hoy a penetrar en la consciencia, hay desde luego para ello una buena razón.
Los estudios más
recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía
—la actividad de los Hill y los Cameron, de los Hugo y los Nadar— coincida con
su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización.
No es que en esta época temprana dejase de haber charlatanes y mercachifles que
acaparasen, por afán de lucro, la nueva técnica; lo hicieron incluso masivamente.
Pero esto es algo que se acerca, más que a la industria, a las artes de feria,
en las cuales por cierto se ha encontrado hasta hoy la fotografía como en su
casa. La industria conquistó por primera vez terreno con las tarjetas de
visita con retrato, cuyo primer productor se hizo, cosa sintomática,
millonario. No sería extraño que las prácticas fotográficas, que comienzan hoy
a dirigir retrospectivamente la mirada
a aquel floreciente período preindustrial, estuviesen en relación soterrada con
las conmociones de la industria capitalista. Nada es más fácil, sin embargo,
que utilizar el encanto de las imágenes que tenemos a mano en las recientes y
bellas publicaciones de fotografía antigua para hacer realmente calas en su
esencia. Las tentativas de dominar teóricamente el asunto son sobremanera
rudimentarias. En el siglo pasado hubo muchos debates al respecto, pero
ninguno de ellos se liberó en el fondo del esquema bufo con el que un periodicucho
chauvinista, Der Leipziger Síadtanzeiger, creía tener que enfrentarse
oportunamente al diabólico arte francés. «Querer fijar fugaces espejismos, no
es sólo una cosa imposible, tal y como ha quedado probado tras una
investigación alemana concienzuda, sino que desearlo meramente es ya una
blasfemia.
El hombre ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la
imagen divina. A lo sumo podrá el artista divino, entusiasmado por una
inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de bendición
suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda de maquinaria alguna, los
rasgos humano-divinos.» Se expresa aquí con toda su pesadez y tosquedad ese
concepto filisteo del arte, al que toda ponderación técnica es ajena, y
que siente que le llega su término al aparecer provocativamente la técnica
nueva. No obstante, los teóricos de la fotografía procuraron casi a lo largo de
un siglo carearse, sin llegar desde luego al más mínimo resultado, con este
concepto fetichista del arte, concepto radicalmente anti técnico, ya que no
emprendieron otra acción que la de acreditar al fotógrafo ante el tribunal que
éste derribaba.
Un aire muy distinto
corre en cambio por el informe con el que el físico Arago se presentó el 3 de
julio de 1839 ante la Cámara de los Diputados en defensa del invento de
Daguerre. Lo hermoso en este discurso es cómo conecta con todos los lados de
una actividad humana. El panorama que bosqueja es lo bastante amplio para que
resulte
irrelevante
la dudosa justificación de la fotografía ante la pintura (justificación que no
falta en el discurso) y para que se desarrolle incluso el presentimiento del
verdadero alcance del invento. «Cuando los inventores de un instrumento nuevo
lo aplican a la observación de la naturaleza, lo que esperaron es siempre poca
cosa en comparación con la serie de descubrimientos consecutivos cuyo origen
ha sido dicho instrumento». A grandes trazos abarca este discurso el campo de
la nueva técnica desde la astrofísica hasta la filología: junto a la perspectiva
de fotografiar los astros se encuentra la idea de hacer fotografías de un
corpus de jeroglíficos egipcios. -
Las fotografías de
Daguerre eran placas de plata iodada expuestas a la luz en la cámara oscura;
debían ser sometidas a vaivén hasta que, bajo una iluminación adecuada,
dejasen percibir una imagen de un gris claro. Eran únicas, y en el año 1839 lo
corriente era pagar por una placa 25 francos oro. Con frecuencia se las
guardaba en estuches como si fuesen joyas. Pero en manos de no pocos pintores
se transformaban en medios técnicos auxiliares. Igual que setenta años después
Utrillo confeccionaba sus vistas fascinantes de las casas de las afueras de
París, no tomándolas del natural, sino de tarjetas postales, así el retratista
inglés, tan estimado, David Octavius Hill, tomó como base para su fresco del
primer sínodo general de la Iglesia escocesa en 1843 una gran serie de retratos
fotográficos. Pero las fotos las había hecho él mismo. Y son éstas, adminículos
sin pretensión alguna destinados al uso interno, las que han dado a su nombre
un puesto histórico, mientras que como pintor ha caído en el olvido.
Claro que algunos
estudios, imágenes humanas anónimas, no retratos, introducen en la nueva
técnica con más hondura que esa serie de cabezas. Estas las había, pintadas,
hacía tiempo. En tanto que seguían siendo propiedad de una familia, surgía a
veces la pregunta por la identidad de los retratados. Pero tras dos o tres generaciones
enmudecía ese interés: las imágenes que perduran, perduran sólo como
testimonio del arte de quien las pintó. En la fotografía en cambio nos sale al
encuentro algo nuevo y especial: en cada pescadora de New Haven que baja los
ojos con un pudor tan seductor, tan indolente, queda algo que no se consume en
el testimonio del arte del fotógrafo Hill, algo que no puede silenciarse, que
es indomable y reclama el nombre de la que vivió aquí y está aquí todavía
realmente, sin querer jamás entrar en el arte del todo.
«Y me pregunto:
¿Cómo el adorno de
esos cabellos y de esa mirada ha enmarcado a seres de antes?; ¿cómo esa boca
besada aquí en la cual el deseo se enreda locamente tal un humo sin llama?»[1].
O echémosle una
ojeada a la imagen de Dauthendey el fotógrafo, el padre del poeta, en tiempos
de su matrimonio con aquella mujer a la que un día, poco después del
nacimiento de su sexto hijo, encontró en el dormitorio de su casa de Moscú con
las venas abiertas. La vemos junto a él que parece sostenerla; pero su mirada
pasa por encima de él y se clava, como absorbiéndola, en una lejanía plagada
de desgracias. Si hemos ahondado lo bastante en una de estas fotografías, nos
percataremos de lo mucho que también en ellas se tocan los extremos: la técnica
más exacta puede dar a sus productos un valor mágico que una imagen pintada ya
nunca poseerá para nosotros. A pesar de toda la habilidad del fotógrafo y por
muy calculada que esté la actitud de su modelo, el espectador se siente
irresistiblemente forzado a buscar en la fotografía la chispita minúscula de
azar, de aquí y ahora, con que la realidad ha chamuscado por así decirlo su
carácter de imagen, a encontrar el lugar inaparente en el cual, en una
determinada manera de ser de ese minuto que pasó hace ya tiempo, anida hoy el
futuro y tan elocuentemente que, mirando hacia atrás, podremos descubrirlo. La
naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos;
distinta sobre todo porque un espacio elaborado inconscientemente aparece en
lugar de un espacio que el hombre ha elaborado con consciencia.
Es corriente, por
ejemplo, que alguien se dé cuenta, aunque sólo sea a grandes rasgos, de la
manera de andar de las gentes, pero seguro que no sabe nada de su actitud en
esa fracción de segundo en que se alarga el paso. La fotografía en
cambio la hace patente con sus medios auxiliares, con el retardador, con los
aumentos. Sólo gracias a ella percibimos ese inconsciente óptico, igual que
sólo gracias al psicoanálisis percibimos el inconsciente pulsional. Dotaciones
estructurales, texturas celulares, con las que acostumbran a contar la técnica,
la medicina, tienen una afinidad más original con la cámara que un paisaje
sentimentalizado o un retrato lleno de espiritualidad. A la vez que la
fotografía abre en ese material los aspectos fisiognómicos de mundos de
imágenes que habitan en lo minúsculo, suficientemente ocultos e interpretables
para haber hallado cobijo en los sueños en vigilia, pero que ahora, al hacerse
grandes y formulables, revelan que la diferencia entre técnica y magia es desde
luego una variable histórica. Así es como con sus sorprendentes fotos de
plantas ha puesto Blossfeldt de manifiesto en los tallos de colas de caballo
antiquísimas formas de columnas, báculos episcopales en los manojos de helechos,
árboles totémicos en los brotes de castaños y de arces aumentados diez veces
su tamaño, cruceros góticos en las cardenchas. Por eso los modelos de un Hill
no estaban muy lejos de la verdad, cuando el «fenómeno de la fotografía»
significaba para ellos «una vivencia grande y misteriosa»; quizás no fuese sino
la consciencia de «estar ante un aparato que en un tiempo brevísimo era capaz
de producir una imagen del mundo entorno visible tan viva y veraz como la
naturaleza misma». De la cámara de Hill se ha dicho que guarda una discreta reserva.
Pero sus modelos por su parte no son menos reservados; mantienen un cierto
recelo ante el aparato, y el precepto de un fotógrafo posterior, del tiempo del
esplendor, «¡no mires nunca a la cámara!», bien pudiera derivarse de su
comportamiento. No se trata desde luego de ese «te están mirando» de animales,
personas o bebés, que tan suciamente se entromete entre los compradores y al
cual nada mejor hay que oponer que la frase con la que el viejo Dauthendey
habla de la daguerrotipia: «No nos atrevíamos por de pronto a contemplar largo
tiempo las primeras imágenes que confeccionó. Recelábamos ante la nitidez de
esos personajes y creíamos que sus pequeños, minúsculos rostros podían, desde
la imagen, mirarnos a nosotros: tan desconcertante era el efecto de la nitidez
insólita y de la insólita fidelidad a la naturaleza de las primeras daguerrotipias».
Las primeras
personas reproducidas penetraron íntegras, o mejor dicho, sin que se las
identificase, en el campo visual de la fotografía.
Los periódicos eran
todavía objetos de lujo que rara vez se compraban y que más bien se hojeaban en
los cafés; tampoco había llegado el procedimiento fotográfico a ser su
instrumento; y eran los menos quienes veían sus nombres impresos. El rostro
humano tenía a su alrededor un silencio en el que reposaba la vista. En una
palabra: todas las posibilidades de este arte del retrato consisten en que el
contacto entre actualidad y fotografía no ha aparecido todavía. Muchos de los
retratos de Hill surgieron en el cementerio de los Greyfriars de Edimburgo —y
nada es más significativo para aquella época temprana como que los modelos se
sintiesen allí como en su casa. Y verdaderamente este cementerio es, según una
fotografía que hizo de él Hill, como un interior, un espacio retirado, cercado,
en el que del césped, apoyándose en muros cortafuegos, emergen los monumentos
funerarios que, huecos como las chimeneas, muestran dentro inscripciones en
lugar de lenguas llameantes. Este lugar jamás hubiese podido alcanzar eficacia
tan grande si su elección no se fundamentase técnicamente. La escasa
sensibilidad a la luz de las primeras placas exigía una larga exposición al
aire libre. Esta a su vez parecía hacer deseable instalar al modelo en el mayor
retiro posible, en un lugar en el que nada impidiese un tranquilo
recogimiento.
De las primeras
fotografías dice Orlik: «La síntesis de la expresión que engendra la larga
inmovilidad del modelo es la razón capital de que estos clichés, junto a su
sobriedad pareja a la de retratos bien diseñados o pintados, ejerzan sobre el
espectador un efecto más duradero y penetrante que el de las fotografías más
recientes». El procedimiento mismo inducía a los modelos a vivir no fuera, sino
dentro del instante; mientras posaban largamente crecían, por así decirlo, dentro
de la imagen misma y se ponían por tanto en decisivo contraste con los
fenómenos de una instantánea, la cual corresponde a un mundo entorno modificado
en el que, como advierte certeramente Kracauer, de la mismísima fracción de
segundo que dura la exposición depende «que un deportista se haga tan famoso
que los fotógrafos, por encargo de las revistas ilustradas, dispararán sobre él
sus cámaras». Todo estaba dispuesto para durar en estas fotografías tempranas;
no sólo los grupos incomparables en que se reunían las gentes (y cuya
desaparición ha sido sin duda uno de los síntomas más precisos de lo que ocurrió
en la sociedad en la segunda mitad del siglo); incluso se mantienen más tiempo
los pliegues en que cae un traje en estas fotos. Bastará con considerar la
levita de Schelling; podrá con toda confianza acompañarle a la inmortalidad;
las formas que adopta en su portador no valen menos que las arrugas en su
rostro.
Esto es que todo
habla en favor de que Bernhard von Brentano tenía razón al presumir «que un
fotógrafo de 1850 se encontraba, por vez primera y durante largo tiempo por vez
última, a la altura de su instrumento».
Por lo demás, para
tener de veras presente la poderosa influencia de la daguerrotipia en la época
de su invención, habrá que considerar que la pintura al aire libre comenzaba
entonces a descubrir perspectivas enteramente nuevas a los pintores más
avanzados. Consciente de que en este asunto la fotografía tiene que tomar el
relevo de la pintura, dice Arago explícitamente en una retrospectiva histórica
de las primeras tentativas de Giovanni Battista Porta: «En cuanto al efecto
propio de la transparencia imperfecta de nuestra atmósfera (y que se ha
caracterizado de manera inadecuada como perspectiva aérea), ni siquiera
los pintores expertos esperan que la cámara oscura (quiero decir la copia de
las imágenes que aparecen en ella) pueda ayudarles a reproducirlo con
exactitud». En el preciso instante en que Daguerre logró fijar las imágenes de
la cámara oscura, el técnico despidió en ese punto a los pintores. Pero la
auténtica víctima de la fotografía no fue la pintura de paisajes, sino el
retrato en miniatura. Las cosas se desarrollaron tan aprisa que ya hacia 1840
la mayoría de los innumerables miniaturistas se habían hecho fotógrafos
profesionales, por de pronto sólo ocasionalmente, pero enseguida de manera
exclusiva. Las experiencias de su ganapán original les beneficiaron, y es a su
previa instrucción artesana, no a la artística, a la que hay que agradecer el
alto nivel de sus logros fotográficos. Esta generación de transición desapareció
muy paulatinamente; porque sí que parece que una especie de bendición bíblica
reposa sobre estos primeros fotógrafos: los Nadar, Stelzner, Pierson, Bayard
se acercaron todos a los noventa o cien años. Por último los comerciantes se
precipitaron de todas partes sobre los fotógrafos profesionales, y cuando más
tarde se generalizó el uso del retoque del negativo (con el que el mal pintor
se vengaba de la fotografía), decayó el gusto repentinamente. Era el tiempo en
que empezaban a llenarse los álbumes de fotos. Se encontraban con preferencia
en los sitios más gélidos de la casa, sobre consolas o taburetes en los
recibimientos: las cubiertas de piel con horrendas guarniciones metálicas, y
las hojas de un dedo de espesor y con los cantos dorados; en ellas se
distribuían figuras bufamente vestidas o envaradas: el tío Alex o la tía Rita,
Margaritina cuando era pequeña, papá en su primer año de Facultad, y, por fin,
para consumar la ignominia, nosotros mismos como tiroleses de salón, lanzando
gorgoritos, agitando el sombrero sobre un fondo pintado de ventisqueros, o como
aguerridos marinos, una pierna recta y la otra doblada, como es debido, sobre
la primera, apoyados en un poste bien pulido. Con sus pedestales, sus
balaustradas y sus mesitas ovales, recuerda el andamiaje de estos retratos el
tiempo en que, a causa de lo mucho que duraba la exposición, había que dar a
los modelos puntos de apoyo para que quedasen quietos. Si en los comienzos
bastó con apoyos para la cabeza o para las rodillas, pronto vinieron otros
accesorios, como ocurrió en cuadros famosos, y que por tanto debían ser artísticos.
Primero fue la columna o la cortina. Ya en los años sesenta se levantaron
hombres más capaces contra semejante desmán. En una publicación inglesa de entonces,
especializada, se dice: «En los cuadros la columna tiene una apariencia de
posibilidad, pero es absurdo el modo como se emplea en la fotografía, ya que
normalmente está en esta sobre una alfombra. Y cualquiera quedará convencido
de que las columnas de mármol o de piedra no se levantan sobre la base de una
alfombra». Fue entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y
sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la ejecución y
la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono, de los cuales
aporta un testimonio conmovedor una foto temprana de Kafka. En una especie de
paisaje de jardín invernal está en ella un muchacho de aproximadamente seis
años de edad embutido en un traje infantil, diríamos que humillante,
sobrecargado de pasamanerías. Colas de palmeras se alzan pasmadas en el fondo.
Y como si se tratase de cortaba entonces la fotografía. Por eso se malentienden
esos incunables de la fotografía, cuando se subraya en ellos la perfección
artística o el gusto.
Esas imágenes
surgieron en un ámbito en el que al cliente le salía al paso en cada fotógrafo,
sobre todo, un técnico de la escuela más nueva y al fotógrafo en cada cliente
un miembro de una clase ascendente, dotada de un aura que anidaba incluso en
los pliegues de la levita o de la lavalliére. Porque ese aura no es el
mero producto de una cámara primitiva. Más bien ocurre que en ese período
temprano el objeto y la técnica se corresponden tan nítidamente como
nítidamente divergen en el siguiente tiempo de decadencia. Una óptica avanzada
dispuso pronto de instrumentos que superaron lo oscuro y que perfilaron la
imagen como en un espejo. Los fotógrafos sin embargo consideraron tras 1880 como cometido suyo el recrear la ilusión
de ese aura por medio de todos los artificios del retoque y sobre todo por
medio de las aguatintas. Un aura que desde el principio fue desalojada de la
imagen, a la par que lo oscuro, por objetivos más luminosos, igual que la degeneración
de la burguesía imperialista la desalojó de la realidad.
Y así es como se
puso de moda, sobre todo en el «Jugendstil» (Art Noveau), un tono crepuscular
interrumpido por reflejos artificiales; pero en perjuicio de la penumbra se
perfilaba cada vez más claramente una postura cuya rigidez delataba la
impotencia de aquella generación cara al progreso técnico.
Y, sin embargo, lo
que decide siempre sobre la fotografía es la relación del fotógrafo para con
su técnica. Camille Recht la ha caracterizado en una bonita imagen: «El
violinista debe por de pronto producir el sonido, tiene que buscarlo,
encontrarlo con la rapidez del rayo; el pianista pulsa una tecla: el sonido
resulta. El instrumento está a disposición tanto del pintor como del fotógrafo.
El dibujo y la coloración del pintor corresponden a la producción del sonido
del violinista; como el pianista, el fotógrafo tiene delante una maquinaria
sometida a leyes limitadoras que ni con mucho se imponen con la misma coacción al
violinista. Ningún Paderewski cosechará jamás la fama, ejercerá nunca el
hechizo casi fabuloso, que cosechó y ejerció un Paganini». Pero hay, para
seguir en la misma imagen, un Busoni de la fotografía que es Atget. Ambos eran
virtuosos a la par que precursores. A los dos les es común una capacidad
incomparable, unida a la suma precisión, de abandonarse a la cosa. Incluso en
sus rasgos se da el parentesco. Atget fue un actor que, asqueado de su oficio,
lavó su máscara y se puso luego a desmaquillar también la realidad. Vivió en
París, pobre e ignorado; malvendió sus fotografías a aficionados que apenas
podían ser menos excéntricos que él, y hace poco ha muerto, dejando una obra de
más de cuatro mil fotos. Berenice Abbot, de Nueva York, las ha recogido, y enseguida
aparecerá una selección en un volumen que destaca por su belleza y que ha
estado al cuidado de Camille Recht. Los publicistas contemporáneos «nada sabían
de este hombre que iba y venía por los estudios con sus fotografías, que las
malvendía por cuatro perras, a menudo no más que al precio de aquellas tarjetas
que, hacia 1900, mostraban imágenes embellecidas de ciudades sumergidas en una
noche azul con una luna retocada. Alcanzó el polo de la suprema maestría; pero
en la maestría enconada de un gran hombre que vivió siempre en la sombra,
omitió plantar su bandera. Así no pocos creerán haber descubierto el polo que
Atget pisó antes que ellos». De hecho, las fotos de París de Atget son
precursoras de la fotografía surrealista, tropas de avanzada de la única
columna realmente importante que el surrealismo pudo poner en movimiento. El
fue el primero que desinfectó la atmósfera sofocante que había esparcido el
convencionalismo de la fotografía de retrato en la época de la decadencia.
Saneó esa atmósfera,
la purificó. Incluso introdujo la liberación del objeto del aura, mérito éste,
el más indudable de la escuela de fotógrafos más reciente. Si Bifur o Variété, revistas de vanguardia, no presentan,
bajo el título de «Westminster»,
«Lille», «Amberes» o «Breslau», sino detalles, ya sea un trozo
de una balaustrada, o la copa pelada de un árbol, cuyas ramas se entrecruzan
en direcciones varias con las farolas de gas, o un muro de defensa, o un
candelabro con un cinturón salvavidas que lleva el nombre de la ciudad, se
trata siempre de matizaciones literarias de temas que ya había descubierto
Atget. Este buscó lo desaparecido y apartado, y por eso se levantan dichas
imágenes contra la resonancia exótica, esplendorosa, romántica de los nombres
de las ciudades; aspiran el aura de la realidad como agua de un navío que se va
a pique.
¿Pero qué es
propiamente el aura? Una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible
aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar. Seguir con toda calma
en el horizonte, en un mediodía de verano, la línea de una cordillera o una
rama que arroja su sombra sobre quien la contempla hasta que el instante o la
hora participan de su aparición, eso es aspirar el aura de esas montañas, de
esa rama. Hacer las cosas más próximas a nosotros mismos, acercarlas más
bien a las masas, es una inclinación actual tan apasionada como la de superar
lo irrepetible en cualquier coyuntura por medio de su reproducción. Día a día
cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto en la
proximidad más cercana, en la imagen o más bien en la copia. Y resulta
innegable que la copia, tal y como la disponen las revistas ilustradas y los
noticiarios, se distingue de la imagen. La singularidad y la duración están tan
estrechamente imbricadas en ésta como la fugacidad y la posible repetición lo
están en aquélla. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la
signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido
tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo
irrepetible. Atget casi siempre pasó de largo «ante las grandes vistas y antes
las que se llaman señales características»; no así ante una larga fila de
hormas de zapatos; ni tampoco ante los patios parisinos en los que desde la
noche hasta la mañana se enfilan los carros de mano; ni ante las mesas todavía
empantanadas y platos sin ordenar que están allí por cientos a la misma hora;
ni ante el borde de la calle ..., número 5, cifra ésta que aparece gigantesca
en cuatro sitios diversos de la fachada. Pero es curioso que casi todas estas
imágenes estén vacías. Vacía “la Porte d'Arcueil”, de los paseos de ronda,
vacías las fastuosas escaleras, vacíos los patios, vacías las terrazas de los
cafés, vacía, como es debido, la Place du Tertre.
No es que estén esos
lugares solitarios, sino que carecen de animación; en tales fotos la ciudad
está desamueblada como un piso que no hubiese todavía encontrado inquilino. En
estos logros prepara la fotografía surrealista un extrañamiento salutífero
entre hombre y mundo entorno. A la mirada políticamente educada le deja libre
el campo en que todas las intimidades favorecen la clarificación del detalle.
Es obvio que esta
mirada nueva poco tendrá que cosechar donde por otra parte se ha procedido con
mayor negligencia: en el retrato pagadero y representativo. Pero además, para
la fotografía, la renuncia al hombre es la más irrealizable de todas. Y a quien
no lo sabía, las mejores películas rusas le han enseñado que el medio ambiente
y el paisaje sólo se abren a los fotógrafos que son capaces de captarlos en la
manifestación innominada que cobran en un rostro. La posibilidad de lo cual
está desde luego condicionada a su vez, y en alto grado, por lo que se
representa. La generación que no estaba empeñada en pasar con sus fotografías
a la posteridad, sino que más bien se retiraba frente a semejantes disposiciones
un tanto pudorosamente a su espacio vital (como Schopenhauer en la fotografía
de Frankfurt hacia 1850 se retira al fondo del sillón), y que por eso mismo permitía
que dicho espacio vital llegase a la placa, esa generación no ha transmitido
en herencia sus virtudes. Por primera vez desde decenios ha dado el cine ruso
ocasión a que aparezcan ante la cámara hombres que no utilizan de ninguna
manera su fotografía. E instantáneamente apareció en la película el rostro
humano con una significación nueva, inconmensurable. Claro que ya no se trataba
de un retrato. ¿Qué era entonces? Es mérito eminente de un fotógrafo alemán
haber respondido a esta pregunta. August Sander ha reunido una serie de testas
que no le van a la zaga a la poderosa galería fisonómica que inauguraron
Eisenstein o Pudowkin. Y además lo hizo bajo un punto de vista científico.
«Toda su obra está edificada en siete grupos, que corresponden al orden social
existente, y será publicada en unas cuarenta y cinco carpetas con doce clichés
cada una». Por ahora disponemos de una selección en un volumen con sesenta
reproducciones que ofrecen un material inagotable para la reflexión. «Sander
parte del campesino, del hombre ligado a la tierra, y lleva al espectador por
todas las capas sociales y todos los oficios hasta los representantes de la
civilización más encumbrada, descendiendo también hasta el idiota.» El autor
no se ha acercado a este cometido como erudito, aconsejado por los teóricos de
la raza o por los investigadores sociales, sino «desde una observación
inmediata». Sin duda que fue ésta una observación sin prejuicios, incluso
audaz, pero delicada al mismo tiempo, esto es en el sentido de la frase
goethiana: «Hay una experiencia delicada, identificada tan íntimamente con el
objeto que se convierte por ello en teoría.» Por consiguiente es del todo
normal que un observador como Dóblin de con los momentos científicos de esta
obra y advierta: «Igual que existe una
anatomía comparada, única desde la que se llega a captar la naturaleza y la
historia de los órganos, ha practicado este fotógrafo una fotografía comparada
y ha ganado con ella un punto de mira científico que está por encima del que es
propio del fotógrafo de detalle.» Sería una desgracia que las condiciones
económicas estorbasen la publicación
subsiguiente de este
corpus extraordinario. Pero,
además de este estímulo fundamental, podríamos darle al editor otro más
preciso. Quizás, de la noche a la mañana, crezca la insospechada actualidad de
obras como la de Sander. Desplazamientos del poder, tan inminentes entre
nosotros, suelen hacer una necesidad vital de la educación, del afinamiento de
las percepciones fisionómicas. Ya vengamos de la derecha o de la izquierda,
tendremos que habituarnos a ser considerados en cuanto a nuestra procedencia.
También nosotros tendremos que mirar a los demás. La obra de Sander es más que
un libro de fotografías: es un atlas que ejercita.
«Ninguna obra de
arte es considerada en nuestra época con tanta atención como la propia
fotografía, la de los parientes y amigos más próximos, la de la mujer amada.»
Así escribió Lichtwark en el año 1907, desplazando la investigación desde el
ámbito de las distinciones estéticas al de las funciones sociales. Y es de esta
guisa como podrá seguir avanzando. Resulta significativo que a menudo se torne
el debate rígido, cuando se ventila la estética de la fotografía como arte, mientras
que apenas se concedía una ojeada al hecho social, mucho menos cuestionable,
del arte como fotografía. Y sin embargo, la repercusión de la
reproducción fotográfica de obras de arte es mucho más importante que la
elaboración más o menos artística de una fotografía para la cual la vivencia
es sólo el botín de la cámara. De hecho, el aficionado que vuelve a casa
con su inmensa cantidad de clichés artísticos no ofrece un aspecto más
alentador que el cazador que vuelve del tiradero con montones de caza que sólo
el comerciante hará útil. Y en realidad parece que estamos a las puertas del
día en que habrá más periódicos ilustrados que comercios de aves y de venados.
Pero ya hemos hablado bastante de los flashes.
Los acentos cambian
por completo si de la fotografía como arte nos volvemos al arte como
fotografía. Cada quisque podrá observar cuánto más fácil es captar un cuadro, y
sobre todo una escultura, y hasta una obra arquitectónica, en foto que en la
realidad. Está cerca la tentación de echarle la culpa de esto a una decadencia
de la sensibilidad artística, a un fracaso de nuestros contemporáneos.
Pero surge entonces
como obstáculo la transformación que, aproximadamente al mismo tiempo, y por medio de la elaboración de las técnicas reproductivas, experimenta la percepción de grandes obras. Ya no podemos considerarlas como productos individuales; se han convertido en hechuras colectivas, y por cierto de modo tan potente que para asimilarlas no hay mas remedio que pasar por la condición de reducirlas. Los métodos mecánicos de reproducción son, en su efecto final, una técnica reductiva, y ayudan a, hombre a alcanzar ese grado de dominio sobre las obras sin el cual no sabría utilizarlas.
Si algo caracteriza hoy las relaciones entre arte y fotografía, ese algo será la tensión sin dirimir que aparece entre ambos a causa de la fotografía de las obras artísticas. Muchos de los que como fotógrafos determinan el rostro actual de esta técnica, proceden de la pintura. Le dieron a esta la espalda tras intentar poner sus medios expresivos en una correlación viva, inequívoca, con la vida presente. Cuanto mas despierto era su sentido para la signatura del tiempo, tanto mas problemático se les iba haciendo su punto de partida. Ya que una vez mas, igual que hace ochenta años, la fotografía ha cogido el relevo de la pintura. Moholy-Nagy dice: "La mayoría de las veces las posibilidades de lo nuevo quedan lentamente al descubierto por medio de formas antiguas, de antiguos instrumentos y sectores expresivos, que están en el fondo arruinados cuando lo nuevo aparece, pero que, bajo la presión de la novedad inminente, cobran una floración eufórica. Así por ejemplo, la pintura futurista (estática) proporcionó la problemática, sólidamente perfilada y que la destruiría mas tarde, de la simultaneidad del movimiento, esto es la configuración del momento temporal; y además en un período en que el cine ya era conocido, pero ni mucho menos comprendido... Del mismo modo podemos considerar -con cautela- a algunos de los pintores que hoy trabajan con medios figurativo-representativos (neoclásicos y veristas) como precursores de una nueva configuración óptica, representativa, que muy pronto se servirá solo de medios técnicos-mecánicos." Y en
1922 escribe Tristan Tzara: «Cuando todo lo que se llamaba arte quedó
paralítico, encendió el fotógrafo su lámpara de mil bujías, y poco a poco el
papel sensible absorbió la negrura de algunos objetos de uso. Había descubierto
el alcance de un relámpago virgen y delicado, más importante que todas las constelaciones
que se ofrecen al solaz de nuestros ojos.» Los fotógrafos que no han pasado por
comodidad, por ponderaciones oportunistas, por casualidad, del arte pictórico a
la fotografía, son los que forman hoy la vanguardia entre sus colegas, ya que
de alguna manera están asegurados por la marcha de su evolución contra el mayor
peligro de la fotografía actual, contra el impacto de las artes industrializadas.
«La fotografía como arte», dice Sasha Stone, «es un terreno muy peligroso».
La fotografía se hace
creadora, si sale de los contextos en que la colocan un Sander, una Germaine
Krull, un Blossfeldt, si se emancipa del interés fisionómico, político,
científico. La visión global es asunto del objetivo; entra en escena el
fotógrafo desalmado. «El espíritu, superando la mecánica, interpreta sus
resultados exactos como metáforas de la vida.» Cuanto más honda se hace la
crisis del actual orden social, cuanto más rígidamente se enfrentan cada uno de
sus momentos entre sí en una contraposición muerta, tanto más se convierte lo
creativo —variante según su más profunda esencia, cuyo padre es la
contradicción y la imitación su madre— en un fetiche cuyos rasgos sólo deben su
vida al cambio de iluminación de la moda. Lo creativo en la fotografía es su
sumisión a la moda. El mundo es hermoso —ésta es precisamente su divisa.
En ella se desenmascara la actitud de una fotografía que es capaz de montar
cualquier bote de conservas en el todo cósmico, pero que en cambio no puede
captar ni uno de los contextos humanos en que aparece, y que por tanto hasta
en los temas más gratuitos es más precursora de su venalidad que de su
conocimiento. Y puesto que el verdadero rostro de esta creatividad fotográfica
es el anuncio o la asociación, por eso mismo es el desenmascaramiento o la
construcción su legítima contrapartida. La situación, dice Brecht, se hace «aún
más compleja, porque una simple réplica de la realidad nos dice sobre la
realidad menos que nunca. Una foto de las fábricas de Krupp apenas nos instruye
sobre tales instituciones. La realidad propiamente dicha ha derivado a ser
funcional. La cosificación de las relaciones humanas, por ejemplo la fábrica,
no revela ya las últimas de entre ellas. Es por lo tanto un hecho que hay que construir
algo, algo artificial, fabricado». Un mérito de los surrealistas reside en
haber formado algunos precursores de
dicha construcción fotográfica.
El cine ruso designa
una etapa ulterior en el careo entre fotografía creadora y fotografía
constructiva. No es decir demasiado:
los grandes logros de sus directores eran sólo posibles en un país en
el que la fotografía no busca atractivo y sugestión, sino experimento y
enseñanzas. En esta dirección, y sólo en ella, puede hoy sacarse todavía un
sentido a la salutación imponente con la que el descomunal pintor de ideas
Antoine Wiertz salió en el año 1855 al paso de la fotografía. «Hace algunos
años nació una máquina, gloria de nuestra época, que día tras día constituye
pasmo para nuestro pensamiento y terror para nuestros ojos. Antes de que haya
pasado un siglo será esta máquina el pincel, la paleta, los colores, la destreza,
la agilidad, la experiencia, la paciencia, la precisión, el tinte, el esmalte,
el modelo, el cumplimiento, el extracto de la pintura... Que no se piense que
la daguerrotipia mata al arte... Cuando la daguerrotipia, criatura colosal,
crezca, cuando todo su arte y toda su fuerza se hayan desarrollado,
entonces la cogerá súbitamente el genio por el cogote y gritará muy alto: ¡Ven aquí!, ¡me perteneces! Ahora trabajaremos
juntos.» Sobrias en cambio, incluso
pesimistas, son las
palabras con las
que dos años más tarde anuncia
Baudelaire a sus lectores la nueva técnica en el Salón de 1859. Igual
que las que acabamos de citar, tampoco éstas pueden leerse sin un ligero
desplazamiento de acentos.
Pero en tanto
que son la contrapartida de aquéllas, guardan todo su
sentido como la más afilada defensa contra todas las usurpaciones de la
fotografía artística. «En estos días deplorables se ha producido una nueva
industria que ha contribuido no poco a confirmar la estupidez por su fe... en
que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la
naturaleza... Un dios vengativo ha dado escucha a los votos de esta multitud.
Daguerre fue su Mesías... Si se permite que la fotografía supla al arte en
algunas de sus funciones, pronto le habrá suplantado o corrompido por completo
gracias a la alianza natural que encontrará en la estupidez de la multitud. Es
pues preciso que vuelva a su verdadero deber, que es el de servir como criada a
las ciencias y a las artes.»
Pero
ninguno de los dos —ni Wiertz, ni Baudelaire— comprendieron entonces las
indicaciones implícitas en la autenticidad de la fotografía. No siempre se
conseguirá eludirlas con un reportaje cuyos clichés no tienen otro efecto que
el de asociarse en el espectador a indicaciones lingüísticas. La cámara se
empequeñece cada vez más, cada vez está más dispuesta a fijar imágenes fugaces
y secretas cuyo shock suspende en quien las contempla el mecanismo de
asociación. En este momento debe intervenir la leyenda, que incorpora a la
fotografía en la literaturización de todas las relaciones de la vida, y sin la
cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones.
No en
balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen.
¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un
criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo —descendiente del augur y del
arúspice (adivino- intérprete de signos) — descubrir la culpa en sus imágenes y
señalar al culpable? «No el que ignore la escritura, sino el que ignore la
fotografía», se ha dicho, «será el analfabeto del futuro». ¿Pero es que no es
menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá
la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos? Son estas
cuestiones en las que la distancia de noventa años que nos separan de la
daguerrotipia se descarga de sus tensiones históricas. En la reverberación de
estas chispas emergen las primeras fotografías, tan bellas, tan intangibles,
desde la oscuridad de los días de nuestros abuelos.
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